Tal vez esa cualidad indiscutible de Álex Grijelmo (Burgos, 1956), la de rescatar la tradición en las expresiones populares, proviene de una vocación casi oculta: integrar el grupo Orégano, una banda de música vernácula de su localidad, de la que el periodista español formó parte desde 1976 hasta 2006.
Y así como maneja la guitarra (que muy bien se le ve tocando algunas coplas tradicionales) también hay que imaginarlo en su otro oficio: el de un activista de las palabras. Es natural que figure como el autor de los libros Defensa apasionada del idioma español (1998), La seducción de las palabras (2000). El genio del idioma (2004), Palabras moribundas (2011), entre otros títulos que mantienen la línea de su quehacer diario: ser un vigía del idioma.
Grijelmo es una figura clave desde 1999, de El País. Su nombre está asociado al libro de estilo de este diario, que es una herramienta de consulta para la mayoría de redacciones hispanohablantes; y desde 2012 colabora permanentemente con el periódico.
Para él, la defensa del idioma tiene un terreno firme en el periodismo. Desde esta práctica exhibe una clara meta: incitar a los ciudadanos a estar pendientes de las artimañas en ciertas situaciones comunicativas. Más que vigilar la corrección idiomática, lo que trata es de hacer valer el derecho de la comunicación eficaz, sin trucos del español ni contaminaciones de extranjerismos, que modifiquen el tinte natural de las expresiones.
Y en este espacio realiza su trabajo permanente: el de cazar los usos incorrectos de los hablantes, poniendo una atención especial en los políticos y figuras públicas, también de señalar las transformaciones de las palabras y la de hacer hincapié en esas prácticas invisibles que de una u otra manera conforman la pragmática del idioma. La constante reflexión del idioma es un ejercicio permanente y una fuente de análisis para ofrecer ideas como esta:
Las palabras tienen, pues, un poder oculto por cuanto evocan. Su historia forma parte de su significado pero queda escondida a menudo para la inteligencia. Y por eso seducen. Y esa capacidad de seducción no reside en su función gramatical (verbos, sustantivos, adverbios, adjetivos… todos por igual pueden compartir esa fuerza) ni en el significado que se aprecia a simple vista, a simple oído, sino en el valor latente de su sonido y de su historia, las relaciones que establece cada término con otros vocablos, la evolución que haya experimentado durante su larguísima existencia o, en otro caso, el vacío y la falsedad de su corta vida.
El cazador de errores
No es nada nuevo que el idioma es un instrumento de poder. Uno de los tantos focos de interés de Grijelmo es develar cómo ciertas palabras dejan de ser una herramienta de comunicación para convertirse en un elemento distractor y de manipulación. Al momento de señalar a los culpables de estas artimañas, el periodista español identifica a los sectores que ejercen una opinión pública. En la columna ‘Curso para políticos’ se centra en cómo se «alargan» ciertos términos con el fin de «hacer creer que se alargan las ideas». Es decir, que hay un claro uso de palabras que muchas veces no son entendidas por la mayoría y que lejos de desarrollar ideas o que el mensaje llegue eficazmente, lo que hace es confundir al lector. Lo aleja.
Los señalamientos que hace Grijelmo son casos conocidos y aplicables a casi todos los contextos hispanohablantes. Así que sonará muy familiar este muestreo que recoge en declaraciones diarias:
Y como conviene alargarlo todo, no diga posición, sino posicionamiento; no diga método, sino metodología; no diga obligación, sino obligatoriedad; no diga motivos, sino motivaciones. Y así hasta el infinito. Ah, y no diga «las fuerzas de seguridad» sino «las fuerzas y cuerpos de la seguridad del Estado».
En la convivencia lingüística a la que estamos obligados, hacemos uso de las palabras, para ello es indispensable recoger ideas que deben incorporarse a una autorreflexión sobre el idioma: «Si no puedes cambiar la realidad, cambias las palabras».
Por lo tanto, Grijelmo insiste en que el idioma es un mecanismo para alejarnos de lo real y visible. Seguirá insistiendo en que todo lo que se expresa con un lenguaje ininteligible o lleno de términos que sirven como adorno, seguirá creando una brecha entre los hablantes:
Ojalá las luchas más justas comunicasen sus ideas con las palabras más eficaces: las que ayudan a mirar en su interior, descubrir al instante su sentido y alinearse de inmediato con su propósito.
Grijelmo hace hincapié en posicionar la idea de que desde un inicio el «idioma se había construido desde abajo», es decir, que el rol de la gramática era acoger usos cotidianos y darles una normativa. Las personas son las que integran y promueven nuestros códigos orales y escritos. Ahora es a la inversa: los organismos de poder promocionan los nuevos términos hasta que se van afianzando en la rutina. Lo peligroso es que se anestesia al espectador. Lo peligroso también es que nos hace vulnerables.
Un rasgo admirable en Álex Grijelmo es el del ser también un «cultor» del idioma, que nunca descuida el lado sonoro de la lengua, que se admira de las variedades dialectales de las distintas regiones, de sus expresiones particulares, tal como lo hizo entender cuando afirmó: «El acento de un ecuatoriano también es mío, lo quiero heredar como heredo toda la cultura literaria y vital de Latinoamérica».